Durante muchos años, demasiados,
convivió con la incomodidad que le producía la frustración de no haber
encontrado nunca eso que tanto había buscado y anhelado o, simplemente, aquello
que creía merecer. Pero cuando ya había abandonado toda lucha, cuando la
indolencia arrullaba sus inercias, la vida juguetona repartió, esta vez sí,
buenas cartas. ¡Por fin comenzaba a ganar la partida!
Sonando de fondo el Laura, de Errol Garner, esas
lágrimas de antaño que, colmadas de rabia,
recorrían desapaciblemente sus pómulos cada vez que pensaba en ello, se
enjugaban ante la certeza serena del fin de la búsqueda. La angustia que le
producía el convencimiento impreso en ella durante tantos años, de que moriría, irremediablemente, con el
abatimiento de no haber logrado nunca encontrar su reflejo en el espejo, por
fin, se desvanecía.
Dejó que las notas del piano la colmaran de
energía y así, golpeando en progresión sincrónica con los dedos sobre el brazo
del sofá, susurró avivada por su ritmo;
- ¡El
jazz! -, ¡cómo le gustaba! – y
moviendo asertivamente la
cabeza en gesto de confirmación, exhaló con cierto ahogo el aire que la
circundaba para aspirar con inusitada robustez su imagen. Y así, henchida de vigor, se adentró acompasada
por la melodía, en sus infinitos ojos verdes. Y allí, en la espesura de su
verdor, trajo para sí aquello de él que surgía con poderosa prevalencia cada
vez que lo recordaba. Sus enormes
ojos, versados e instruidos,
consecuencia de una mente sobresaliente que alentada por el temprano inconformismo
ante un mundo, que como a ella, le resultaba mundano y adocenado, lo impulsaba en
apetito voraz, a buscar el remanso de la quietud que destila la belleza creativa.
- ¡Cómo amaba su cabeza!- se dijo, mientras
recordaba su manera tan particular de atusarse el pelo.
Adoraba con pasión sus diálogos, sus relatos, sus poemas…sus
reflexiones colmadas de profundidad y madurez
infinitas. Las conversaciones eternas que compartían. El efecto
anestésico de las mismas.
- Te muda el rostro - solía
decirle -. - Se te relaja la mirada, tu expresión, ¡hasta tu pelo cae de otro
modo!-. Recordó sus palabras con absoluta aseveración.
Rozó su sonrisa, una sonrisa plena
perfilada por un humor irónico y reivindicativo
y fue auscultando su boca con la yema de los dedos. Visualizó la suya, sus
labios gruesos. Acarició los suyos de
nuevo, y sin previo aviso, una obscenidad esmeralda la invadió enteramente. Y en
consciente asombro, se percató incapaz, de cómo la incuestionable realidad de
su caduquez se veía vapuleada, sin defensa alguna, por el ardor incontenible del deseo púber y de
una carnosidad incitante que comenzaba a cubrirla.
¡Para!- se dijo bruscamente, un insoportable
anhelo de él empezó a sacudirla. El desconsuelo de su ausencia dolía demasiado.
El miedo a resquebrajarse entera y frustrar así su incipiente reconciliación
con la vida le produjo un opresivo desasosiego. No tuvo más remedio que
abandonar aquella reconfortante evocación para no verse ahogada por un amargo
llanto.
C.L.
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