México, tequila, y pistolas.
Asomado a la ventana de la sacristía, con cara de no haber dormido durante una semana completa, estaba el padre Alfredo contemplando el horizonte ensimismado. Era un hombre muy apuesto y su figura parecía recortada de una revista de los años cincuenta. Como cada mañana, yo había parado junto a la estación para comprar dos bollos de hojaldre calientes que luego mojaba en un café bien espesito que me servía la dulce Julieta en la terraza del jardín del Mochis. Pasaron veinte minutos en los que el tiempo parecía haberse detenido bajo un sol de justicia, cuando apareció aquel grupo de muchachitas alegres que traía juerga acumulada. Estas mujeres habían desaparecido en mi país hacía ya tiempo, pero en México seguían siendo muy populares. Cantaban, bailaban, y lanzaban vítores a la virgen de Guadalupe mientras bajaban tragos de pulque como si fuese agua.
- ¿Español? – preguntaron, con ese inconfundible acento del Golfo.
- Sí – respondí, calculando no parecer demasiado tímido.
- ¡De una! – respondió la más bella.
Les caí bien, me dije. Aquel fin de semana con ocho mujeres mexicanas me cambiaría para siempre. Yo aún no lo sabía, pero ese es el tipo de mujer que yo buscaba: racial, sanguínea, imponente, femenina, delicada. La madre que me parió, pensé para mis adentros. Me he muerto, carajo. De seguro me pegaron un balazo y acabo de subir al cielo. De fondo me llegaba el silbidito de una ocarina, más propia de Ecuador o de Bolivia, rompiéndose por un momento el contexto de tequila, limón, sal, y corridos que tanto nos reunía y nos alegraba el alma. Estaba enamorado de la experiencia y enamorado de ellas. De sus miradas fértiles.
Cayó la noche, como un vago recuerdo, las luces de los coches que iban pasando, el ruido de los camiones, los pueblos apagando las luces, el silencio de los que estaban durmiendo. La luna, el desierto de cactus, las caricias, los besos bajo las estrellas. Amanecer sobre la playa de arena templada y contemplar por última vez el horizonte dibujado entre aquellas sonrisas perfectas, aquel acento irresistible, aquellas faldas. La sensación de placidez y perfecta armonía, la felicidad que supe que ya nunca regresaría.
Quintana Roo, 18 de septiembre de 2010
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