1916

                                                                                      

Él había estado en muchos lugares, había visto muchas cosas, conocía la luz del alba, conocía el frío, y la primera oscuridad de la noche. En su pueblo, siendo un niño, jugaba mucho al fútbol y le gustaba ayudar a la gente. Se tiraba el día en la calle, ofreciéndose para sacar adelante la faena de algún vecino, jugando bajo un sol de justicia, o calado hasta los huesos por la fina lluvia. Su padre le dejó una casa y dos viejas mulas, con las que intentaba mantener a su madre y a sus dos hermanas. Se había alistado apenas cumplidos los 15 años, mintiendo sobre su fecha de nacimiento. En tan solo tres años, había acumulado distinciones y honores que excedían los de muchos oficiales y superiores en rango. En Caen se puede visitar su tumba. Una lápida sencilla, con un epitafio breve de tan solo dos palabras: Tu hijo. Dos años antes, en una húmeda trinchera del Marne, había visto hombres imberbes con sus brazos y piernas amputados por el fuego de artillería enemigo. Sin embargo, su peor recuerdo, era la visión de aquella mirada perdida. La mirada de un joven que sobresalía de entre aquellos pobres desgraciados y que exclamaba en un grito sordo de puro horror; - Sácame de aquí -. Aquella mirada le sobrecogió, y le hizo pensar que el verdadero mutilado es el que ya nunca recupera su alma. Una hora antes, le había alcanzado un obús en la primera alambrada, lejos de cualquier cobijo, cuando trataba de ayudar a un legionario de apenas dieciocho años que había quedado enganchado por las cintas. La detonación le había perforado los tímpanos y sentía mareos. Tenía un par de dientes sueltos en la boca. El olor a orines y vómito en medio de aquel barro se le hizo insoportable. La misma mañana, una bayoneta amiga le había dejado una cuarta de acero hundida en el pecho, al confundirle un recluta novato del tercer regimiento de infantería por un uniforme enemigo. La verdad, es que no sabía muy bien cómo se mantenía en pie desde entonces. Lo vieron aquella misma tarde avanzar con paso decidido entre los cadáveres amontonados de sus camaradas en la estación de tren de Mosa. Caminaba erguido, el semblante serio pero relajado, llevaba el rostro y el cuerpo cubiertos de sangre. Vestía pantalón de faena y botas, el torso apenas cubierto por un girón de la camisa rota. Una musiquilla dulce resonaba en su cabeza transportándole al día en que la conoció. Buscaba el rastro perdido de su prometida tratando en vano de reunirse con ella. Pensaba que una vez a su lado, lograría sobrevivir a sus heridas y olvidar todo aquello. En su memoria, sus ojos brillaban aún con una luz verde cegadora, su cabello olía a jazmín, y sus labios suaves pronunciaban sin parar su nombre. El nombre del hombre al que ella amaba. 




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