Utopía y otros psicotrópicos

 

 Siempre hubo personas dispuestas a dar un gran salto de fe y a creer a pies juntillas en dogmas inveterados. El aparato humano necesita, a menudo, de bastiones químicos y de ciertos códigos atávicos a fin de no desmoronarse en un nihilismo aniquilador. En los últimos tiempos, se ha aupado a categoría de argumento casi cualquier majadería, y se cataloga de influyentes a vanidosos de todo pelaje, quizá porque el acervo de pensadores serios no ha dejado de menguar desde principios de siglo. Un cielo cárdeno de monigotes cubre ahora el atardecer de nuestras sienes con su parla de versos empingorotados. ¿Qué ha sucedido para que estas figuras hayan desaparecido de la escena cultural, para que se encuentren en clara recesión? ¿Puede tener esto algo que ver con el desprestigio acumulado por cierto tipo de intelectuales contagiados de arrogancia, incapaces de condenar regímenes como la dictadura comunista cubana? En España reina el pensamiento hegemónico de la gauche divine, esa recua de pijos de la autoproclamada izquierda. Estos personajes, la mayoría engordados en el ámbito universitario y en nuestros departamentos de ciencias sociales, esclerotiza las administraciones y los órganos de control. Una tropilla que, en aras de justificar ciertas utopías, encubre a un tiempo la miseria y el reguero de crímenes de los regímenes comunistas y justifica determinadas formas de violencia. Uno se cuestiona, ¿podrá ese prestigio recuperarse alguna vez en nuestras universidades, habida cuenta de que muchos de estos departamentos se han convertido en centros de adoctrinamiento y propaganda? Asimismo, ¿por qué han desaparecido del currículo los crímenes del comunismo y los nombres de sus protagonistas? ¿Por qué no ha existido un Núremberg contra los regímenes totalitarios de izquierdas que depure a los responsables de la aniquilación de millones de personas durante el siglo XX? Me pregunto si es en esa equidistancia frente a la barbarie donde se encuentra realmente el pecado de soberbia y la inutilidad manifiesta de ciertas formas de pensar, de ciertas ideologías. 

 Tenemos, desde hace un tiempo en internet, acceso a un conocimiento ilimitado. Desde que Tim Berners-Lee inventase el protocolo HTTP y la World Wide Web en 1989, emerge disponible todo el conocimiento universal a un clic de distancia. Cada uno decide perder el tiempo como desea. Aristóteles ya describió este fenómeno en su Lógica, de acuerdo a la teoría del hilomorfismo, entendido como Nous Poiétikos (intelecto agente), para contraponerlo a la idea fija e inmutable del Nous Pathetikos (intelecto paciente). La tradición occidental está basada en este aspecto formal acumulativo de la historia como proceso de aprendizaje. Ese viejo lema que recorrió la Hélade y nos ha alcanzado intacto en la decadencia de Occidente; “Atrévete a saber y a cambiar de opinión” (sapere aude). Conocer es siempre conocerse a uno mismo, (nosce te ipsum) del griego clásico γνωθι σεαυτόν, transliterado como gnóthi seautón. Sin embargo, algunos siguen prefiriendo el eslogan del partido, el vértigo asesino, la agenda ideológica cerril, la figura del intelectual dogmático, la facundia del charlatán, el aprecio del papanatas, o el eructo del vehemente tertuliano televisivo. El filósofo posmoderno es un tipo que cree que lo sabe todo, y por eso mismo es un profesional de la nada. Una especie de mesías autonombrado que vendría a aliviar las diversas ansiedades surgidas de la vida moderna. Es que el Capitalismo no permite la vida amplia, nos dice. Es que no todos pueden ganarse la vida en este mercado abierto — no cabe mejor forma de colaboración que la de destacar en el propio oficio ofreciendo mejores bienes y servicios al prójimo, decía el otro día el profesor Escohotado —. Es que genera desigualdades. Es que me cae antipático. Es que, es que. Se indigna y hace muchos aspavientos cuando los datos vienen a desmentir todas estas denuncias más o menos sin fundamento. El erudito a la violeta mantiene la fe en un dogma, anota algo en su agenda, y contesta con una sonrisa distante. No importa que este sea el sistema más eficiente de largo, y el que ha multiplicado la riqueza de manera exponencial (290%) en los últimos ciento cincuenta años. Qué importa que hayamos sacado a más gente de la pobreza, o que sea el que nos permite mayores dosis de creatividad y pensamiento heurístico. El sabio de sobremesa desprecia nuestras comodidades pequeñoburguesas. Su ignorancia en materia económica es sonrojante. Se resiste a admitir que es el mercado el que nos garantiza cobrar en moneda por nuestras mercancías aumentando nuestro nivel de comodidad hasta límites inopinados. No le interesa recordar que la intemperie ha sido hasta ahora la constante. El Capitalismo es un monstruo, atestigua. Se caracteriza por ciclos de fuerte crecimiento y contracción (crisis). Toma nota, animal de bellota. De lo cual se deduce que sería mejor una economía planificada al estilo de la Unión Soviética. Promesas y buena conciencia. De tal forma que al comunismo lo juzgamos por sus intenciones y al capitalismo por sus resultados. - Hay que volver a intentarlo -. Un empecinamiento y una cerrazón que dejan estupefacto. El buen opinador se adhiere a la indecencia de un modelo fracasado porque es un consumado moralista. Está por encima del resto. Le da igual la pobreza, de facto, por lo que jamás viviría en Cuba ni en Venezuela. Su desprecio por la realidad es de marcado carácter totalitario. Ante la tesitura de analizar los balances económicos del castrismo o de la dictadura de Maduro, los invariables problemas de desabastecimiento, las hambrunas, los diez millones de exiliados, la carestía de medicinas, y una hiperinflación que daría risa de no dar miedo, se defiende culpando a la lluvia. El sanguíneo sociópata de Stalin estaría orgulloso, como en aquella ocasión en la que Mao le confesó que no había leído El Capital y él respondió muy jovial, yo tampoco. Se reproducen falacias en una concatenación de absurdos sin mayor base en la lógica política ni filosófica. Este tipo de ilustrados eminentísimos hace ya tiempo que insulta nuestra inteligencia, que desperdicia nuestra curiosidad, que desangra su autoridad y su peso en burdeles de máxima audiencia. 

 Precisamente porque el conocimiento se ha democratizado de manera insoslayable gracias a la sociedad comercial, las personas de a pie podemos escapar a la doctrina de esta nueva iglesia que nos quiere pobres sin perder la sonrisa. Un estado que nos expolia con un guiño y nos reclama el aplauso. Antes, solo estos pijos de manual podían acceder a las universidades, a perder allí el tiempo en elucubraciones y fantasías de toda naturaleza, mientras la mejor generación sostenía la antorcha de la inextinguible llama de la libertad frente a tiranos de toda índole. Por aquel entonces, tenía alguna justificación de pertenencia a la secta de culto el deseo de liberación sexual, las ganas de propiedad, los viajes, la promesa de un crédito hipotecario. Antes, se oía el rumor de impaciencia del espíritu humano y se comprendía casi cualquier propuesta por descabellada que fuera. Ahora, mejor nos valdría dar paso a la sociedad del discernimiento. Daremos paso a la libertad de los hombres y al respeto irrestricto por el proyecto de vida del prójimo o a nuevas formas de milenarismo. Recordando lo que decía Aristóteles en su Ética a Nicómano en cuanto a la dificultad de definir con precisión los presupuestos éticos, dado que admiten diferencias de magnitud y pequeñez, así como de juicio en lo relativo a honradez y obligación, procuremos despojarnos de prejuicios particulares en el establecimiento del justo término medio. Demos paso a la concordia y demos las gracias al pasar, si no hemos cedido primero el paso.

 


 

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