Breve historia de mi encuentro fortuito con Philip Seymour Hoffman.
El hombre es un lobo para el hombre, así empezaba el libro de e.e. Cummings que acababa de dejar sobre la mesa de mi escritorio. Colgué el teléfono y me puse en marcha de un salto nada más escuchar aquella voz familiar que emanaba de mi arcaico teléfono Nokia. Salí a la calle esa tarde con una sonrisa de oreja a oreja, para encontrarme con Marcus, Thomas, Kim y toda la pandilla. Buenos y viejos colegas, gente nueva que arrastrábamos de nuestro constante peregrinar por los bares y las galerías o en plena calle. Esa tarde se presentaba gloriosa, vivíamos con la sensación de comernos el mundo, de no tener un solo minuto que desperdiciar. Teníamos otra vez la ciudad a nuestros pies, rendida ante el empuje de la  juventud y el talento en ciernes, con la certeza de sentirnos imparables. Lo del talento no va por mí claro, pero digamos que me encontraba entre un grupo selecto de escritores y artistas jóvenes, lo mejor de mi generación. Sí, Hoffman. Esta es la historia de nuestro breve encuentro en algún lugar del gélido Oslo, cerca del antiguo palacio de justicia. Estoy escribiendo de memoria, aunque supongo que ya es bastante evidente. Estábamos sentados al fresco, como es habitual en la capital Noruega a pesar del intenso frio. Los noruegos prefieren sentarse a beber en las terrazas exteriores por una cuestión bien sencilla, el humo del tabaco está estrictamente prohibido en los interiores. Apreciábamos el calor intermitente de una estufa eléctrica y habíamos bajado ya la mejor parte de un vodka Gnadv Smolovskaya Gran Reserva 25 años, del que apuramos hasta la última gota. Aquella noche resultaría larga y terminamos vaciando media bodega, a dos mil quinientas coronas la botella. No me había percatado siquiera de su presencia, y ahora recuerdo que pudo pasarme desapercibido gracias a toda aquella ropa que llevábamos puesta. Él, además de los imprescindibles guantes y la bufanda, llevaba calada una boina inglesa y unas gafas de pasta que le hacían parecer un marchante de arte Vienés, un Kahnweiler recién llegado de la Rue des Grandes Augustines en 1938. Recuerdo eso y su perfecto acento de clase alta de la costa este, un acento que me sabía de memoria y con el que él parecía disfrutar mucho. Hablaba arrastrando los finales de los sonidos en las letras consonantes, con una dicción perfecta y extendiendo las palabras en cada uno de los giros dramáticos. Era como si preparase algún papel en aquella larga noche de primavera mientras charlaba con nosotros. Su pelo rubio, bastante largo para lo que era costumbre, se me hizo aun más evidente en aquel primer momento. Así, como un suave rumor que sube desde algún lugar profundo, pero con un brillo cristalino en la superficie, recuerdo el primer instante en el que me dirigió la palabra: ¿De qué ciudad eres? - ¿Yo? Le respondí. – Soy de Las Palmas – sin añadir nada más.  - ¿Y hablas francés además de inglés, español y noruego? – No, no hablo noruego, respondí. Solo sé decir cuatro cosas. - Me ha sorprendido que hablases con tanta elocuencia sobre Picasso -  me espetó - hablabas de él como si hubieses vivido en esa época y hubieses pasado junto a él muchas tardes, uno podría llegar a inquirir que fueseis familia – lo dijo con un tono de sublimación y de descubrimiento en la voz, apuntalando la perspicacia de su mirada con un suave gesto en su frente despejada. - Siempre me gustó contar anécdotas del pasado –le dije-, creo que explican mejor la historia que todos los conocimientos que podemos adquirir en los libros. También soy historiador del arte, supongo que eso ayuda. - ¡Ah, historiador, ustedes, señor mío!, - señalándome con el dedo - siempre caminan hacia atrás como los cangrejos, van de puntillas, posan de perfil y en estricto sentido cronológico… ¡historicistas! (Sonaron carcajadas entre varios de los que estaban sentados a aquella mesa) ¡Sois los escarabajos peloteros del arte! (Más risas). Tras una breve pausa en la que tomó una fuerte calada de su cigarrillo - ¿No es usted un cliente habitual de elogios?
 - No, no lo soy, yo solo soy un chico que tiene pocos amigos y al que le gusta mucho leer, que no es lo mismo que leer mucho. (Dibujó una sonrisa amplia que me dejó ver sus pequeños dientes amarillentos) - ¿Sabes lo que me gusta a mí? (Otra pausa, esta vez más larga, y más profunda aun, manteniendo la calada del Davidoff blanco). - Me gusta el sexo, el sexo oral a todas horas, con mujeres y con hombres, ya sabes… (Todo esto lo dijo así, sin darse mucha importancia, tal cual, y luego acompañando cada frase de mucho fuck, cock, dick, blow, suck, lick, mucho fucking this and fucking that) y continuó detallando con esmero, una relación sorprendentemente descriptiva de las posturas y las preferencias sexuales de sus compañeros de juerga aquella noche. - Y no creo que sea homosexual o bisexual, ¡No, por dios!, tengo mujer, dos hijos y otro en camino. Es una señora encantadora. Pero estoy enganchado a esa sensación, al placer expeditivo de una buena mamada (más risas alrededor de la mesa). Creo que el vodka es solo una excusa para llevarnos a toda esta gentuza a la cama, querido Heber. -Yo, que había mantenido el tipo hasta ese momento, solté también una carcajada sonora y volví a llenar los vasos. - ¿Y sabes qué, sabes lo que me gusta más que el sexo, más que follar, más que chupar y gemir como una perra en celo y a todas horas? (Esta vez la pausa fue más larga y claramente admonitoria) El caballo, chico... Siiiiii (espirando el humo lentamente y con una indescriptible emoción en el rostro). - El caballo es lo más parecido al sexo que conozco, solo que la heroína es mil veces mejor. La homeostasis, el estado inicial de euforia, la profunda sensación de bienestar, la absoluta tristeza y la terrible premonición de invalidez cada vez que nos abandona su efecto -. Su rostro reflejó entonces una soledad y una tristeza que jamás antes habría podido adivinar en aquel hombre. Me recorrió la espalda un terrible escalofrío, una soledad acuciante pareció invadirnos a todos. Y me quedé callado, testigo mudo en la intimidad de nuestra pequeña mesa, de nuestros invitados, de aquella lejana noche estrellada.

Uso las palabras que me enseñaste,
Si ya no significan nada, enséñame otras,
O déjame permanecer en silencio.


Samuel Beckett.

Halvor y yo en el puente del pesquero Mossk, Noruega.

Comentarios

  1. Qué bien que hayas retomado el blog, da gusto leerte. Un abrazo.

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  2. Hola Esperanza, qué bonito encontrarme de nuevo con tus palabras. Yo también te sigo y te leo y te releo. Me regocijo con lo que escribes por entregas. Un beso, amiga.

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