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En el estudio de la calle cincuenta y cuatro dos perfiles se recortaban abrazados en la sombra. Era de noche y dios había dibujado un cielo espléndido de perlas australianas. Ella estaba absorta en el latido de su pecho. Él la miraba, religioso. Una mano de abanico le sacudió el pelo llenándole de lunares las mejillas. Creó para la vida un vientre hermoso cincelado de alabastro, cubierto apenas por un vestido de líneas infantiles. El más extraño de sus gustos y el más bizarro de sus nombres. Un triste poeta atravesó con su mente a Casiopea, sirvió en los blancos ejércitos, las mil semillas que se arraciman bajo la ensenada. La leche corre por el suelo, los libros de la casa la entretienen. El olor a vainilla de su cuerpo lo estremece, frente a su piel su pudor es de un rosa inverosímil. Qué sustancia puede ser la causa de esta colosal fortuna.
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