Después de las doce


 

  Ahora que la distancia entre la vida y la muerte se acorta todo tiene un brillo diferente, un brillo especial, es el brillo no mitigado de la realidad. Nuestra percepción del tiempo cambió, nuestro ritmo vital, el compás y la distancia con la que nos disponemos a cruzar este vals sin abrazos. Queremos darnos prisa en algunos asuntos y otros los queremos postergar sine die. Vivimos no quizá tanto en lo cotidiano, sino que somos conscientes de lo fulminante del rayo, de lo irreparable de esta sinceridad que nos apremia. Nos va la vida en un beso, en una caricia, en una mirada que se nos desliza entre las mascarillas. Tenemos prisa por sentirnos vivos, por amar. Es suficiente la certeza de aquella aspiración afirmada en cada gesto, en cada detalle, la posibilidad real de ser feliz y redimirnos en una vida mejor. Siquiera sea por prescripción médica. Mientras le mandamos fotos a mamá o le hacemos el retrato de aquel hombre, y le pintamos un cuadro costumbrista que luego podemos demoler a antojo en nuestra soledad. No queda espacio para el que va de mentira en mentira, estirando la expectativa entre promesas de volver a vernos, o de una vida juntos en familia. Por la tarde, seguimos mintiendo descaradamente sobre la conciencia sin miedo, aunque estamos aterrados y se nos congela la sonrisa, incluso con visos de alegría por algún nacimiento, porque queremos conservar la pureza de nuestras almas para cada amanecer que nos toque contemplar. Seamos sinceros, esta pandemia nos ha dejado mal cuerpo, a pesar de los esfuerzos por aparentar cierta costumbre. A otros, les ha dejado un bonito cadáver en la puerta de un novio honesto, de un familiar, de un amigo, alguien que era demasiado joven para estirar. Después de las doce, a mediodía, y a medianoche, nos descubrimos con ganas de levantar la mirada del suelo y encontrar a nuestra otra mitad. Ese que eras antes de marzo y que ya no reconoces. Después de las doce, somos mejores.


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