La gran belleza

La belleza que permanece es la que mejor madura, por eso los artistas buscan la complicidad del tiempo, la aspiración a la inmortalidad de las palabras, de las formas, de la figura. Una belleza de verdad nunca se marchita. Al contrario, es bendecida por el contacto de los ojos que la seducen, del viento que la recorre, de las épocas que la vieron envejecer. El hombre es derrotado por su infinita gracia, una gracia que lo subyuga y lo somete a un ritual de cortejo irresistible. La belleza es un bálsamo que apenas consuela su malograda existencia. Vive sabiendo que la perfección es inalcanzable. Cada día y cada noche se vuelve a desperezar el genio intentando proponer su versión de los hechos, incompleta e inexacta. Suena en su cabeza un estruendo como de trompeta que le anuncia la caída de los muros en Jerusalén. Una apertura total. La presencia de la divinidad que desciende en giros de luz desde el cielo en un rompimiento de gloria. Ese momento en el que, agotado, se retira a descansar bajo la noche estrellada y piensa que ha encontrado el secreto de ese misterio, que forma parte de él. Es uno con todo. Dura solo un instante, hasta que regresa el coro de los filisteos, cargando con la bruta farsa que ahoga su pasión, y cae derrotado el ángel. Combate como un héroe contra ese dragón de siete cabezas hasta aniquilarlo. Exhausto, herido, vencido en su deseo de romper a volar. Ya no hay héroes ni doncellas que desposar. También la belleza está en peligro de desaparecer para siempre. La belleza era la inteligencia del ser caracterizado (catasterizado). Y como por ensalmo, en buena fecha, suspendida en ese polvo de estrellas encontró a una mujer. La oportunidad de fundar una ciudad en tierra sagrada. Era de carne y hueso, aunque parecía esculpida en mármol, y tenía nombre de mar; Sobre el ángulo del hombro izquierdo apoyó su rostro de formas delicadas. Su piel de seda olía a flor de azahar, y su vestido corto verde aguamarina le acariciaba el torso. Bajo la suave inclinación donde terminaba su clavícula se desplegó un océano que mecía las espléndidas curvas de sus senos. En sus ojos negros aquel héroe cansado pudo leer: Yo soy el fuego, la reina de la toba volcánica, hija de Lanzarote. Desde entonces el nuevo mundo solo existe en el presente y nada les parece imposible. Una frase se repite en su boca: “Ahora el mundo somos nosotros”.

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