Ante el espejo
Una foto cotidiana en el baño. Sin filtros, sin retoques, sin
engaños. Sin crema, ni vitaminas, ni batidos de albúminas, ni meditación. No
hay mensaje, ninguna intención, solo una toalla de mano que cuelga de un cuerpo
con algunas cicatrices. Cuento los lunares del cuello; uno, dos, y tres. Tienen
buen aspecto. Sigo comiendo carne y pescado, como buen omnívoro. Leo, bebo
vino, escribo y hago el amor. Un hombre. Un hombre a los 42 aparece reflejado
en el espejo. Podría ser peor, me digo. Podía acabar como uno de esos tontos
pretenciosos que ofrece consejos a cambio de aquiescencia. No tengo falta de
vista.
Tampoco demasiadas certezas. Tiemblo como todos ante el misterio
numinoso de la naturaleza, invadido por esta cálida sensación de pertenecer a
una tradición antigua. Cada día despierto a la majestuosa presencia de un
efecto universal, y entro en contacto con lo espiritual a través de la belleza
de su retrato. Mi religión es mi mujer, y lo único sagrado es la familia. Yo,
es una partícula que no existe en el interior y tampoco ahí afuera, pero que
sirve para designar lo que fuimos en primera persona. Yo, es la primera palabra
que nos señala una trascendencia, más allá de la física se esconde el secreto
de un orden anímico que quiere integrar y reunir todo lo venerable que hay en
el ser humano. En la universidad escribí un alegato en favor de la libertad positiva;
Adieu, mon ego. La profesora, Fiona May, me dijo que era el mejor relato
que había leído en veinticinco años de carrera y me recomendó una maestría de
escritura creativa en Gales. Nunca le hice caso.
Llevaba mucho tiempo esperando otra revelación. Hace un mes que
no soy el mismo. Todavía recuerdo a aquel chico tímido, preparado, abierto a un
gran cambio. Es que prefiero la soledad a cualquier compañía. La soledad a la
tiranía de una relación exigua. La serenidad del alma a las invectivas de una
estúpida narcisista. También he preferido siempre el anonimato. He probado a
utilizar los dos lados de la cama con un pijama Saville Row que se puede llevar
puesto a un entierro. Me pregunto qué privilegios merece la pena conservar
después de muerto. Qué auctoritas puede tener un cadáver tan guapo.
Quiero vivir ahora. Al probar sus besos la flor de la canela me pareció un
aditivo vulgar. Ya nunca querré otra cosa.
Me dijo que esa noche había apagado el móvil a las nueve porque
le dolían los ojos. Le escribí otra carta de amor. Una fuente grande, con buena
letra. Qué expresión de ternura tenía dibujada en el rostro aquella mañana. Los
excesos de una vida que a otros hubiera podido depauperar a ella la habían
hecho aún más atractiva. Por contraste a otras personas que se habían
derrumbado a los mismos años, en forma de ruina que desaloja y expulsa al ser y
lo transmuta en consumada vileza, ella permanecía terrestre, cercana, sensible,
y un poco triste. Yo me llevo mis cosas, mis palabras, mis buenos modales, mis
deseos, mis juguetes, mi cuerpo, y mi mente lúcida a mi nuevo hogar. Ahí te
quedas, mundo cruel. A mil besos de profundidad.
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